16.9.06

Gilda y los malos tratos

IGNACIO CAMACHO
«Cuchi, ¡la Caballería y de teniente Glenn Ford!»
(Carlos Cano)
LA célebre bofetada que Glenn Ford le pegó en «Gilda» a Rita Hayworth, pasando de inmediato al olimpo de los mitos del cine, hubiese provocado al día de hoy una agria polémica por evidente apología de los malos tratos. En la época, sin embargo, el escándalo se detuvo en la soberbia insinuación corporal con que la bella se quitaba un guante en medio de un voltaje erótico capaz de convertir en ursulina a Sharon Stone con las piernas descruzadas. Aquel histórico guantazo, encajado con llorosa humillación por la víctima, era en efecto un posesivo acto de dominación que hoy quedaría plenamente inserto en la Ley de Violencia de Género y provocaría la ira del feminismo militante. Todavía más brutal era la saña con que, en «Los sobornados», el mafioso Lee Marvin volcaba una cafetera hirviendo en el rostro pecaminoso y seductor de su amante Gloria Graham, cuya tentadora belleza tambaleaba las convicciones del propio Glenn Ford, un honesto policía agitado por el deseo y la venganza. Vista desde la perspectiva actual, cualquier película de los años 40 constituye un catálogo de transgresiones: se fuma a caño libre, se pega a las mujeres liberadas y se enaltece un código moral basado en el heroísmo masculino. Empero, el muy calibrado y políticamente correcto cine contemporáneo tiene pendiente la asignatura de superar la fascinación de clásicos como las dos citadas, «Casablanca» o «Perdición». Con razón sostenía el cínico de Andrè Gide que con buenas costumbres no se hace buena literatura.
El viejo, entrañable Glenn Ford, pasó a la memoria sentimental del pueblo como intérprete de amables comedias y valiente oficial de «casacas azules», pero su verdadera dimensión de actor la determinaron papeles de gran confusión ética. No sólo por el bofetón a Gilda; el sargento Bannion de «Los sobornados» era un personaje de turbia complejidad, en una obra de enorme violencia opresiva en la que la maestría elíptica y expresionista de Fritz Lang encontraba en el rostro de Ford el tono justo de oscuridad moral que requería su medida truculencia.
Muertos también Richard Widmark, Gregory Peck, Robert Mitchum y Bogart, ese arquetipo de héroes enteros pero sin certezas, de magnetismo más intelectual que físico, pasa de modo definitivo a la arqueología cultural del siglo XX. Estamos en un tiempo de simplezas, neopuritanismos e ideologías bidimensionales, y el cine en boga sustituye la ambigüedad de la exploración moral por la contundencia técnica de los efectos especiales. Ahora las estrellas son gente como Brad Pitt o George Clooney, tipos guapos encaramados en la divinidad de un poder mediático que a veces les lleva a perder directamente la chaveta. Como ese desquiciado Tom Cruise, capaz de exhibir la caca de su hijita en un museo. Por la mitad de eso le dejaba a cualquiera Glenn Ford los dedos marcados en la cara.

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