16.7.10

M .Trives/ Diari de Cubelles
A tots els pobles personatges com el metge,el capella l´ alcalde han mantingut una aureola a traves dels temps i que el temps no ha esvaït .Qui no recorda a Cubelles, Mossèn Miquel, Mossèn Jordi ,un determinat metge o el mestre o una determinada professora de l´ infantessa ...
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Relato de verano. Don Terencio
A mí me impresionaba entrar en la Iglesia sola, pero don Terencio no reparaba en esos detalles; así, que si me tocaba, solía reclutar a alguien por mi cuenta, y si no existía esa posibilidad, entraba sin mirar los altares hasta el oscuro rincón del confesionario que es donde estaba la cuerda. Como el número de campanadas era optativo, mi toque solía ser breve: aguijoneada por el miedo, esperaba impaciente el lapsus que había que guardar para dar después una o dos campanadas, según fueran las primeras o las segundas y luego, intentando ignorar mi entorno, salía como alma que lleva el diablo, evitando mirar el Cuarto de los judíos que estaba muy cerca de la puerta: llamaban así a un cerrado que había debajo del Coro en el que se guardaban las andas de los santos y de llevar a los muertos, cuadros viejos e imágenes de madera o de yeso, decapitadas, sin brazos y con toda clase de mutilaciones.
Al Campanario yo no subía nunca sola, porque para tocar al mediodía, a vísperas, a muerto, a misa mayor o a otros toques específicos, se necesitaba cierto dominio en el repique y yo nunca tuve esa habilidad. Lo hacían los monaguillos o mis hermanos mayores. La Hilaria bordaba el “Tente nublo” que era el toque del Ángelus o del Mediodía, como se conocía en el pueblo. Entonces las madres o las abuelas ponían el puchero en el fuego y no se necesitaba otro reloj. “Esta no es la Hilaria” –decían las mujeres si por alguna razón no tocaba mi hermana y subía algún monaguillo. El “Tente nublo” era un toque alegre, comunicativo que a los muchachos nos coincidía con el recreo de la escuela. Empezaba el diálogo ronco de las campanas, la letra que nosotros añadíamos mentalmente era:

“Tente, nublo, tente tú,
que Dios puede más que tú:
Si eres agua, vente acá,
si eres piedra, tente allá…”


Contestaban después las esquilas con su voz cristalina de adolescentes, dando la réplica al estribillo. Su repique, anacrónico y sencillo, entraba por las calles, se colaba por las callejas y se extendía hasta la negrura de los pinos. Había que ver a mi hermana concentrada, tirando de las cuerdas, echada hacia atrás, apoyada en los talones: dejando unas y cogiendo otras en el momento preciso. Siempre creí que aquel era un acto sobrio, comprometido, que evidenciaba cualquier ligereza o error delante de toda la comunidad, por eso envidiaba la entereza de mi hermana y su destreza en ese cometido. Arriba, en el campanario, había que taparse las orejas porque el repique rebotaba en la piedra y ensordecía. Si te asomabas a los ojos de la torre, los hombres y las mujeres parecían figuritas de belén que iban y venían con sus carros y sus animales de juguete.
Del primer toque al tercer toque, que daba personalmente don Terencio, solía transcurrir media hora, flexible según el ritmo temporal del señor cura, que miraba más el sol que el reloj y que por tanto oscilaba según las estaciones. Durante ese rato, si hacía mal tiempo entraba en casa y daba paseos por la cocina, parando a veces para hablar con mi padre si es que coincidían. Nunca se sentó: de la puerta a la ventana, se agachaba un poco y miraba hacia el pueblo en todas las direcciones, luego otra vez: de la ventana a la puerta, con las manos en la espalda, la zancada rítmica, contaba y recontaba las viejas tablas. Mi padre –poco hablador por naturaleza– escéptico en cuestiones religiosas, conversaba con don Terencio de los temas más dispares: comentaban las noticias descafeinadas del ABC, hablaban de toros, del tiempo, de las cosechas, de los pagos, del valor de la suerte de pinos... Nunca asomó la cuestión religiosa, que don Terencio lo del apostolado lo entendió siempre a su manera. Algunos decían de él que era un cura de manga ancha, pero era parte integrante del pueblo y nunca hizo distinciones entre la naturaleza de sus almas. Esta postura suya que molestaba a alguno de sus feligreses le había hecho ganar el respeto de hombres como mi padre que también abundaban en Vilviestre.
Cuando el Pedrito se salió de la escuela, se vio metido en las tareas de Sacristán, más por proximidad con la Iglesia que por fervor religioso y, a pesar de que su voz no se acababa de asentar y brotaba anárquica e irregular en los latines, fue encariñándose con los librotes viejos, en cuyos márgenes y con letra minúscula apuntaba el día y las referencias meteorológicas, como si quisiera comunicarse con los que le habían precedido. El cura valoraba el interés del chico, no tenía en cuenta su mala dotación para los cantares litúrgicos, por el contrario, le alababa muchas veces su buena pronunciación del Latín. Recuerdo que cuando murió la abuela, el Pedrito quiso cantar en el entierro; iba muy entero, pero ya en el Cementerio, al darle tierra, al hermano –a pesar de que hacía tiempo que le apuntaba el bozo–, se le quebró la voz y a duras penas pudo contener el aguacero que le desbordó echando por tierra su entereza. Don Terencio siguió solo hasta que el llanto nos tranquilizó a todos y la abuela se quedó allí, debajo de aquel montón de tierra que las manos de los allegados amontonaron y redondearon en un afán de acomodarla cariñosamente en su último lecho.
Don Terencio iba todas las semanas el sábado por la mañana a explicarnos el Evangelio a la escuela. Doña Ludi le dejaba su silla y desde un segundo plano –pero sin bajar la guardia–, cedía la clase al cura. De aquellos pasajes explicados por don Terencio teníamos que hacer después una redacción–resumen ilustrada con un dibujo y no era cuestión de perder el hilo, porque luego una carecía de elementos para hacer el ejercicio. Don Terencio no utilizaba libros ni guiones, ante los olvidos momentáneos, cerraba los ojos y retomaba el pasaje bíblico por los atajos más insospechados. Engarzaba su discurso con muletillas personales y tenía una cuya frecuencia controlábamos, era la expresión “verdá”: “...Y nuestro Señor, verdá, en aquellos momentos, verdá...” Solíamos hacer una rayita en las pizarras cada vez que aparecía la expresión y las contábamos al final. Era un juego inocente que llevabámos con cierto sigilo y al que doña Ludi nunca tuvo acceso.
La oratoria de don Terencio era también monótona en los sermones, su ritmo era monocorde. Desde el Púlpito que le venía un tanto grande, su figura sobresalía modestamente. Hacía una llamada de atención inicial con un enfático y repetitivo: ¡Amaados, oyeentes, míios...! Luego iba sembrando su discurso de “verdás” y, a veces, cuando la atención del personal decaía, se agarraba al púlpito con las manos, ladeaba la cabeza, cerraba los ojos y al salir del letargo, reavivaba la plática en un tono entre airado y recriminatorio, estableciendo algún paralelismo forzado entre el pasaje de su sermón y las debilidades de su comunidad cristiana. En ocasiones se crecía y la alusión subía de tono despertando del sopor a los feligreses. Fuera cual fuera el contenido del sermón y las alusiones directas a los deslices de los vilvestrinos, siempre tenía un final conciliador, al que aplicaba el mismo cierre: “...Que es la gracia que a todos os deseo”, expresión que apenas se escuchaba, ahogada por las múltiples manifestaciones de alivio de la audiencia en forma de carraspeos, toses, cambios de postura, etc.
Don Terencio vivía en la Casa Parroquial, frente a la Plaza del Ayuntamiento, con su anciana madre, doña Gertrudis y su hermana soltera, la Vitorina. Quizá la presencia femenina en su entorno familiar y su conocimiento profundo del papel de la mujer en la comunidad vilvestrina hicieron que él, consciente o no, estuviera siempre a favor de las mujeres, sin importarle la mayor o menor frecuencia con que ellas pisaban la Iglesia, aunque tenía sus beatas incondicionales: “cansacuras” –las llamaba mi padre–, que formaban con la Vitorina a la cabeza una especie de coro asiduo en todos los actos religiosos. Pero, aunque se saltaran la misa dominical, don Terencio estaba de parte de aquellas mujeres que se secaban amamantando hijos, que se curtían cavando huertos o escardando, de aquellas a quienes se les empezaban las manos y se les encallecían las rodillas lavando en el pilón o en las fuentes, de las que en el tiempo de la siega se levantaban al alba y dejaban la cazuela de sopas de leche bien caladitas en un rincón de la cocina económica para cuando se levantaran los hijos. Alguna vez cuando venía a decir misa y nos encontraba en la cama, decía autoritario: “hala, hala, arriba, que cuando venga la madre os encuentre levantaos”. Esa consideración por la madre nada habitual en padres ni en abuelos y mucho menos en los hijos, que vivíamos el dulce letargo de la infancia, me conmueve todavía. Algunas mujeres no frecuentaban la Iglesia por aquello de que la obligación era antes que la devoción, no descuidaban, sin embargo, el Cumplimiento Pascual: “Vamos a cumplir con don Terencio” –decían algunas–, y en esas fechas se producía un lleno absoluto en la Iglesia, era cuando don Terencio se crecía en el Púlpito y, enardecido por la audiencia, subía el tono y luego le costaba mucho volver a la normalidad para cerrar el sermón y aún bajaba altivo y airado arrastrando la sotana hacia el altar mayor para acabar la misa.
Aunque Vilviestre tuviera fama en la comarca de ser un pueblo un tanto despegado en las cuestiones religiosas, sabía don Terencio que en un momento dado podía contar con el apoyo incondicional de todo el pueblo. Así quedó demostrado, por ejemplo, en la visita del Obispo, en la que gracias a la organización de madres y maestros, el pueblo se llenó de banderitas y de lazos, de niños y niñas en hilera, que limpios y disciplinados, besaban el anillazo deslumbrante y asistían a la Confirmación impregnados de fervor religioso, dejando muy alto el pabellón del señor cura.
Antes de que las campanas anunciaran tristes los duelos familiares, don Terencio se presentaba en las casas, no tan sólo para reconfortar si podía a los que se iban, sino también para atenuar el dolor de los que se quedaban, sobre todo cuando la muerte venía cobarde y agazapada, dejando en las casas el hueco helado de su zarpazo. Por el contrario, participaba también de la alegría de los bautizos, comprobando la energía de aquellos que le llevaban a cristianar, que sujetados por la madrina, berreaban boca abajo ante el implacable rito con el que les daban nombre. Buen comensal en los banquetes de café, copa y puro, participaba también de la alegría de las bodas, sentado en la mesa de los novios, junto a los parientes más cercanos; su imagen, sonrosada y vitalista, no hubiera desentonado –a no ser por la sotana y el bonete–, de los campesinos que se sentaban con él, a los que el vino de la Ribera volvía locuaces los días festivos.
Nunca necesitó los secretos del confesionario para conocer el pulso del pueblo: seguía los juegos de los muchachos en la plaza o en el frontón, los amores que brotaban entre mozos y mozas, las parcas conversaciones de los viejos que se acercaban a la Iglesia, no para rezar, sino para arrimarse a la pared del poniente y compartir el tibio sol antes de su despedida. Se detenía para ver uncir una yunta o cargar un carro, evidenciando su presencia con su tos de fumador empedernido para que los hombres sujetaran la lengua, porque estos trances, ya fuera por la torpeza de las vacas, la dureza de los trabajos o la humilde colaboración de las mujeres, solían ir acompañados de una retahíla de juramentos capaces de hacer tambalear la vocación de cualquier canónigo remilgado.
Don Terencio había casado y bautizado ya a dos generaciones, cuando en el umbral de la vejez, sufrió un accidente: una moto lo arrolló cuando regresaba de una boda de un pueblo cercano; a pesar de que siguió ocupándose de su parroquia, se desorientaba en la celebración de la misa y en las secuencias temporales que tanto había controlado él sin mirar el reloj. Se integró en el colectivo de viejos del pueblo, que es el colectivo más solidario. Me explicaron que jugaba a las cartas como uno más y que renegaba cuando la suerte se le torcía. Luego cuando se retiró se lo llevó su hermana a Burgos. A Vilviestre mandaron un cura jovencito, que no llevaba sotana y que intentó conectar con la juventud, cambiando los hábitos del pueblo. Pero para entonces, don Terencio formaba parte de la historia de muchos de nosotros y había entrado ya en los senderos de la leyenda.
Fue un auténtico cura rural, el último cura con sotana que tuvo Vilviestre. El que perdonó nuestros primeros pecados, siempre con la misma liviana penitencia. Aquel que un día entró en la Iglesia cuando se suponía que mis hermanas y yo estábamos barriendo y me sorprendió en el púlpito imitando su oratoria y –a pesar de que a mí durante mucho tiempo esa burla me pareció un terrible pecado mortal–, él hizo ver que no me había oído.
Juliana Mediavilla Pablo
agosto 2008
*Juliana Mediavilla, emigró de Vilviestre a Barcelona en la diáspora de los sesenta. Allí se casó con un catalán, pero jamás ha perdido el contacto con la zona, a la que siempre regresa. Jubilada, tras treinta años dedicada a la docencia, escribe desde siempre, relatos de raíz, localizados en estas tierras. En la actualidad se dedica más a la poesía .